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 Es ya un lugar común en el discurso alrededor de la renovación artística de la plástica cubana desatada desde la década de los ochenta, el reconocimiento de una voluntad problematizadora de acción social, ocupada de hurgar en zonas vulnerables de la praxis vital, territorios que revelan la urgencia de una empresa crítica atenta a las incongruencias que la realidad impone a la realización consecuente del proyecto social.
La auténtica conciencia sociológica de ese movimiento, evidente en su plataforma estética, ha impulsado a buena parte de las propuestas artísticas relacionadas con la problemática arte-sociedad, a renunciar a sus estrategias simbólicas en la medida en que se modifican las coordenadas Socioculturales que ofician como escenario de la práctica cultural.
Parece ser que el fogueo con relaciones sociales harto complejas, concretadas en el modus operandi de la instancia cultural, ha incentivado a las propuestas más instruidas y sofisticadas del arte cubano actual, versadas en la crítica de la representación como un modo de demostrar, por una parte, que la alusión constante a los arquetipos representativos de un paradigma de arte comprometido, propia de la retórica cultural socialista, está sometida en buena medida a las demandas extraestéticas y a nociones de compromiso bien alejadas de la lógica del discurso cultural, por otra, cuestiona la acometida contra la autonomía del arte, clave dominante de la producción simbólica de los ochenta, reconociendo en una espectacular autocrítica su signo utópico.
El grosor de la metáfora, las morfologías canonizadas por la tradición histórica, la techné…, se imponen hoy de forma tan extrínsecamente perceptible, que dejan el sabor del mal paso, de la contracción traumática, a toda la épica derramada alrededor de la postura crítica asumida por los ya históricos renovadores de los ochenta.
La competencia artística y la disposición estética asumen los roles definitorios en la recepción, sustituyendo la emblemática inmediatez del mensaje social por un juego semántico perturbador, que escamotea constantemente el sentido y se regodea en el golpe de vista, en la erótica de la apariencia como atenuante de la culpa.
Esta vuelta de tuerca, signo inequívoco de la madurez artístico-conceptual del movimiento plástico cubano, ha restaurado en lo posible la vulnerada permisibilidad de la institución cultural cubana. Las propuestas concebidas dentro de los marcos de la autonomía del arte son mejor asimiladas por el medio artístico; la mediación estética las preserva con la distancia del halo aurático. Dentro de los predios autónomos el comentario social se sumerge en el discurso plástico limando sus filas.
En esta modalidad expresiva se inscribe la obra reciente de Sandra Ramos que, desde el grabado, pero con evidencias pictóricas, vuelve a poner el dedo en la llaga, incursionando en zonas omitidas del debate ideológico público.
La propuesta testimonia un síntoma de la sociedad cubana actual: el vaciamiento del sentido de un repertorio de signos vinculados a nuestra conciencia histórica y cultural; el trauma de una subjetividad en conflicto con sus propios mitos; la persistencia de esa sensación de estar al borde un abismo, que no puede ser mitigada por la retórica triunfalista. Con ello retoma uno de los postulados que durante los ochenta, dotaron de eficacia a los afanes de inserción social del arte: la alusión a esferas de alta intensidad significativa mediante signos pertenecientes al imaginario colectivo, trabajados con códigos estabilizados en la conciencia estética.
En este sentido funcionan obras que destacan la trivialidad con la que se asumen: la historia local, las tradiciones, los símbolos reconocidos de la identidad nacional, en prácticas de gran repercusión social como el despliegue propagandístico en torno al turismo. Contrastan la fabulación banal, el hálito exótico como efecto del ¨trato¨ que la divulgación turística tiene con ese repertorio simbólico, y el discurso cultural oficial relacionado con tales aspectos, colmado de trascendentalismo.
Uno de los temas de mayor impacto social es acogido por Sandra con fina sensibilidad. Se trata de la serie ¨Migraciones¨ alusiva a la ruptura de vínculos personales por abandono del país, con toda la repercusión que tal acontecimiento tiene en nuestro medio. La ruptura, la escisión, el trauma de la distancia más allá de su dimensión física. La vivencia personal desata, en este caso, un caudal de sugerencias donde se mezclan recuerdos, ideales, cruentas realidades. Despejadas de la retórica ideológica, estas obras se revelan en toda su carga existencial, en una tesitura propiamente humana, pero con la fuerza de su contextualidad.
La incursión de Sandra Ramos en este tema contribuye a enfatizar la falacia de las definiciones categóricas en el plano ideológico con relación a los hechos negativamente connotados por la ideología dominante, y presenta con eficacia la conflictividad de las posturas habituales asumidas ante tales hechos. Es un llamado a pintar la vida con colores menos definitivos que el blanco y el negro, con ello ejercita una terapia social de choque para contrarrestar los efectos de la comunicación constante a una transparencia, una incondicionalidad, bastante problemáticas en las condiciones actuales.
Hay un detalle que matiza el discurso plástico de Sandra e incita a la búsqueda de sus fundamentos. Es ese barniz de la ¨ingenuidad¨ que convenciones propias de la representación infantil otorgan a sus piezas. Se trata, en mi opinión, de una combinación entre el subterfugio que ofrecen estos recursos ¨suavizantes¨ del mensaje, y cierta puerilidad acuñada como distintivo del discurso artístico femenino. En cualquier caso, este conjunto acusa una profunda conciencia del medio expresivo, y de la posibilidad de ¨suspender¨ el sentido de un repertorio formal bastante encasillado en sus potencialidades semánticas, con el fin de incentivar la sugerencia para con ello favorecer el acceso tensional que esta propuesta requiere.
Añade enjundia a la muestra, el uso de una simbólica de connotada presencia en el texto cultural: el paradígmico ¨Bobo de Abela¨, la identificación autobiográfica con el personaje central de ¨Alicia en el país de las Maravillas¨, y otras imágenes representativas de diversa procedencia. Cada una de estas referencias, con sus respectivas cargas, hacen de la intertextualidad un recurso hábilmente explotado en la producción de sentido.
La inclusión de textos dentro de la trama de la representación como elemento significativo. Cada frase refuerza con esmero la información que emite la estructura artística. La selección de las mismas denota una aguda sensibilidad para pulsar fibras sutilísimas de nuestra subjetividad.
Yo diría, sin ánimo de perpetuar ninguna estrategia separatista, que la obra de Sandra es muy femenina, pero que su femineidad hace honores a la digna presencia de la mujer en el ¨Nuevo Arte Cubano¨. Es curiosa la tendencia de las voces femeninas de este concierto, a explotar la vivencia marcada por la contingencia supraindividual, a hurgar en la dimensión social del trato personal. Esta particularidad infunde un tono intimista al comentario crítico, despejándolo de la ínfula trascendentalista común del discurso masculino.
Algo se reafirma en la propuesta artística de Sandra Ramos: el ¨sexo débil¨ se ha sumado a la voluntad deconstructiva y por tanto instruida del arte cubano actual. Tal vez su subjetividad de resistencia le afina la sensibilidad para descubrir matices inhabituales en el tratamiento de aspectos de indudable significación social. Hábiles constructoras de metáforas, las mujeres artistas ofrecen un contundente respaldo a las estrategias simbólicas que signan nuestro convulso tiempo.

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