La isla, su historia, un año tras otro, un acontecimiento y otro, una decisión y un nuevo tiempo, sus figuras trascendentes, el hombre, sus distintos mensajes, su esencia... acuden, se dan cita en el mágico espacio atemporal de los lienzos, para habitar un presente que parece asomarse con tristeza desde un pasado y un tiempo porvenir que nos duele y sobrecoge...
Cerca o lejos de cualquier pronóstico y con esa extraña mezcla de meditación consciente y dominio de los sentidos que tanto nos agobia, como máximos culpables, la más reciente obra de Sandra Ramos, vista el año pasado en la galería Nina Menocal en ciudad México, se erige que acertaba y auténtica metáfora cotidiana de la historia, la vida, el alma y la identidad de la nación y el ser cubanos. Sin siquiera imaginarlo, cada idea, cada fenómeno, cada hecho representado a manera de visión casi autobiográfica, se traducen en dicha indagación antropológica, pues precisamente somos en toda medida resultado de tan argumentado, expuestos y peculiares avatares. Una vez conquistados por ese mágico azul de la verdad y la nostalgia, comprendemos que por sobre el hecho en sí hizo evidente urgencia y preocupación, está todo un proceso, un instintivo llamado de atención sobre origen, la esencia y el final de un pueblo y un país. El resultado entonces para cada uno nosotros, como para Sandra misma, interroga y responde, enumera y sintetiza, conmueve y calma...
Elemento imprescindible y determinante en la conformación de la identidad del cubano es precisamente nuestra condición geográfica: Cuba es un archipiélago una isla rodeada de mar por todas partes. Así, desde su descubrimiento, el país se pobló y formó a partir de continuas y sucesivas migraciones. Nacido y venido del mundo, desde disímiles y distantes lugares, el cubano se sintió, se siente, común a él, por el atraído, como hombre que regresa, que vuelve a su infancia materna, a sus orígenes. La "criatura de isla" precisa entonces volar, arribar, trascender más allá de sus fronteras. Sobre este límite- ahora devenido muro y cerca, descansan aquellos que lo largo de todos los años de existencia de la isla e hicieron dialogar, comunicarse y extenderse hacia otras tierras, hacen conocimiento y el triunfo... mientras ella intenta recordar que soñaba con ser un continente, herida además por afiladas palmas que repetida y maquinalmente se aceptan como símbolos de nuestra nacionalidad.
Y aún antes de su descubrimiento, migraciones de Arauacos poblaron por vez primera que las islas del Caribe, inaugurando incluso desde tan remota fecha la ruta marítima de Cuba así el norte, hacia la Florida. Quizás desde entonces fuera en boca de "La ciudad soñada", que en los tiempos actuales desvela y refugia, engaña y acoge, bendice y condena como única y desesperada forma de sobrevivencia material y o espiritual. Partir, volar, huir, se convierten en el motivo obligado, en el máximo deseo. Muchos perecen en el intento. En el fondo del mar Sandra yace, duerme- como la propia autora de los versos que propósito cita- en un intento de compartir tal suerte y, presión unánime de aquellos que definitivamente murió en el alma de cada cubano.
Salir, partir, los más variados medios de transporte adquieren dimensiones humanas algunos logran emigrar, salir del oscuro y asfixiante agujero, pero entonces sobreviene la peor de las existencias: la de la duda y el olvido forzado, la de cerrar los ojos y no mirar atrás, la de volverse cada día más sensible o cada día más insensible, la de sentirse extraño, ajeno, distantes, sin suelos, sin asideros... con la bandera como piel y como alas... con un frío interminable en el alma. La (no) existencia del desarraigo y la nostalgia.
Cortejada por irónicos matices y colores estridentes, una igual sensación de pena y añoranza escapa ante la propia escena insular, a entreactos, dividida, abrupta y demencialmente entregada "al ritmo de contingente". De este modo, el discurso plástico que nos ocupa, aún en medio de la predica autorreferencial dominante, la evasión la introspección, el cinismo y el descrédito que regularmente condicionan la actual creación, permite constatar sus cercanía con el comentario crítico ideológico y social que enarbolara la pasada década. Tal vez dicha aproximación sea resultado inevitable de un síntoma en extremo medular y significativo: más allá de cualquier interpretación o especulación teórica, impacta y asoma con certeza, un estado de ánimo, un sentimiento, una atmósfera cargada de poesía y de cierta ingenuidad. La obra juega enteramente su conocido papel de espejo, de reflejo de quien la vive, de quien la crea. Conociendo la paz del desprendimiento (que juntas compartimos) Sandra se entrega en cada gesto, en cada trazo, en cada forma, ahora enriquecidos, liberados por la nueva técnica en una orgánica búsqueda conceptual y física de veracidad, de profundidad.
Desde el fondo del mar, bajo la noche, una sonrisa olvidada, la estrella polar, una muralla, un archipiélago en medio del mundo, una ciudad, su historia, la despedida, un nuevo tiempo... casi mágicamente con la sensación de las olas, del vuelo de las aves y del viento, asistimos a un recorrido por la accidentada realidad de la isla. Poco a poco vemos entonces aparecer sus aristas cuáles barcos naufragados que una y otra vez, ya sin remedio, nos llevan a la soledad y a la muerte.